martes, 27 de marzo de 2007

“Aquellos chamanes poseían otra unidad cognitiva llamada la rueda del tiempo. Su manera de explicar la rueda del tiempo era decir que el tiempo era como un túnel con surcos reflectantes. Cada uno de los surcos era infinito y había un número infinito de ellos. Los seres vivos eran compelidos, por la fuerza de la vida, a fijar sus miradas en uno de los surcos. Mirar sólo uno de los surcos implicaba ser atrapados por él, vivir ese surco.
La meta final de un guerrero es la de enfocar, mediante un acto de profunda disciplina, su atención inquebrantable en la rueda del tiempo con el fin de hacerla girar. Los guerreros que han logrado hacer girar la rueda del tiempo son capaces de mirar en el interior de cualquier otro surco y extraer de él lo que deseen.
Al librarse de la fuerza hechizante que nos obliga a contemplar sólo uno de esos surcos, los guerreros pueden mirar en cualquiera de las dos direcciones: al tiempo cómo se acerca o cómo se aleja de ellos.”

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Para los chamanes del México antiguo, el guerrero era, en síntesis, una unidad de combate tan afinada para la lucha en su entorno, tan extraordinariamente alerta que, en su forma más pura, no necesitaba nada superfluo para sobrevivir. Un guerrero no tenía necesidad de regalos, ni de ser apoyado con palabras o con actos, ni de recibir consuelo o incentivos. Todas esas cosas estaban incluidas en la propia estructura del guerrero. Dado que tal estructura estaba determinada por el intento de los chamanes del México antiguo, aquellos chamanes se aseguraron de incluir en ella cualquier cosa previsible. El resultado final era un luchador que luchaba solo y que extraía de sus propias silenciosas convicciones todo el impulso que precisaba para seguir adelante, sin quejas, sin necesidad de reconocimiento.

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Un guerrero, primero debe saber que sus actos son inútiles y a pesar de ello, proceder como si no lo supiera. Ese es el desatino controlado del chamán.

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Un guerrero no tiene honor, ni dignidad, ni familia, ni nombre, ni patria; sólo tiene vida por vivir y, en tales circunstancias, el único vínculo con sus semejantes es su desatino controlado.

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Un guerrero primero elige un camino con corazón, y lo sigue y luego se regocija y ríe. Sabe, porque ve, que su vida se acabará demasiado pronto. Sabe, porque ve, que nada es más importante que lo demás.

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Puesto que ninguna cosa es más importante que otra, un guerrero elige cualquier acto y lo actúa como si le importara. Su desatino controlado le lleva a decir que lo que él hace importa y le lleva a actuar como si importara, y sin embargo él sabe que no es así; de modo que cuando completa sus actos, se retira en paz, sin preocuparse en absoluto de si sus actos fueron buenos o malos, si dieron resultado o no.

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El hombre corriente se preocupa demasiado por querer a otros o por ser querido por los demás. Un guerrero quiere, eso es todo. Quiere a lo que se le antoja o a quien se le antoja, sin más, porque sí.

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Negarse a si mismo es una entrega. Entregarse a la negación es, con mucho, la peor de las entregas; nos fuerza a creer que estamos haciendo algo valioso, cuando de hecho sólo estamos fijos dentro de nosotros mismos.

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Cuando un hombre se embarca en el camino del guerrero, poco a poco se va dando cuenta de que la vida ordinaria ha quedado atrás para siempre. Los medios del mundo ordinario ya no le sirven de sostén y debe adoptar un nuevo modo de vida para sobrevivir.
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Nos hablamos incesantemente a nosotros mismos acerca de nuestro mundo. De hecho, mantenemos nuestro mundo con nuestro diálogo interno. Y cuando dejamos de hablarnos sobre nosotros mismos y nuestro mundo, el mundo es siempre como debería ser. Con nuestro diálogo interno lo renovamos, lo encendemos de vida, lo sostenemos. No sólo eso, sino que también escogemos nuestros caminos al hablarnos a nosotros mismos. De ahí que repitamos las mismas elecciones una y otra vez hasta el día en que morimos, porque continuamos repitiendo el mismo diálogo interno una y otra vez hasta el preciso momento de la muerte. Un guerrero es consciente de ello y lucha por detener su diálogo interno.

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Una de las grandes ayudas que emplearon los chamanes del México antiguo para establecer el concepto de guerrero fue la idea de tomar nuestra muerte como compañera, como testigo de nuestros actos. Don Juan decía que en cuanto se acepta esta premisa, por muy livianamente que sea, se tiende un puente que salva el abismo entre nuestro mundo de los asuntos cotidianos y algo que tenemos enfrente y que no tiene nombre, algo que está perdido en una niebla, que parece no existir; algo tan tremendamente difuso que no puede utilizarse como punto de referencia pero que está ahí, innegablemente presente.
Don Juan afirmaba que el único ser de la Tierra capaz de cruzar ese puente era el guerrero: silencioso en su lucha, imparable porque no tiene nada que perder; práctico y eficaz porque tiene todo que ganar.

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